POR UNA JARRA DE VINO
Había una vez... otro rey. Este era el monarca de un
pequeño país: el principado de Uvilandia. Su reino estaba lleno de viñedos y
todos sus súbditos se dedicaban a la fabricación de vino. Con la exportación a
otros países, las 15.000 familias que habitaban Uvilandia ganaban suficiente
dinero como para vivir bastante bien, pagar los impuestos y darse algunos
lujos.
Hacía ya varios años que el rey estudiaba las finanzas
del reino. El monarca era justo y comprensivo, y no le gustaba la sensación de
meterle la mano en los bolsillos a los habitantes de Uvilandia. Ponía gran
énfasis, entonces, en estudiar alguna posibilidad de rebajar los impuestos.
Hasta que un día tuvo la gran idea. El rey decidió
abolir los impuestos. Como única contribución para solventar los gastos del
estado, el rey pediría a cada uno de sus súbditos que una vez por año, en la
época en que se envasaran los vinos, se acercaran a los jardines del palacio
con una jarra de un litro del mejor de su cosecha. Lo vaciarían en un gran
tonel que se construiría para entonces, para ese fin y en esa fecha.
De la venta de esos 15.000 litros de vino se obtendría el dinero necesario para
el presupuesto de la corona, los gastos de salud y de educación del pueblo.
La noticia fue desparramada por el reino en bandos y pegada en carteles en las
principales calles de las ciudades. La alegría de la gente fue indescriptible.
En todas las casas se alabó al rey y se cantaron canciones en su honor.
En cada taberna se levantaron las copas y se brindó
por la salud y la prolongada vida del buen rey.
Y llegó el día de la contribución. Toda esa semana en
los barrios y en los mercados, en las plazas y en las iglesias, los habitantes
se recordaban y recomendaban unos a otros no faltar a la cita. La conciencia
cívica era la justa retribución al gesto del soberano.
Desde temprano, empezaron a llegar de todo el reino las familias enteras de los vinateros con su jarra, en la mano del jefe de familia. Uno por uno subía la
larga escalera hasta el tope del enorme tonel real, vaciaba su jarra y bajaba
por otra escalera al pie de la cual, el tesorero del reino colocaba en la
solapa de cada campesino, un escudo con el sello del rey.
A media tarde, cuando el último de los campesinos
vació su jarra, se supo que nadie había faltado. El enorme barril de 15.000
litros estaba lleno. Del primero al último de los súbditos habían pasado a
tiempo por los jardines y vaciado sus jarras en el tonel.
El rey estaba orgulloso y satisfecho; y al caer el sol, cuando el pueblo se
reunió en la plaza frente al palacio, el monarca salió a su balcón aclamado por
su gente. Todos estaban felices. En una hermosa copa de cristal, herencia de
sus ancestros, el rey mandó a buscar una muestra del vino recogido. Con la copa
en camino, el soberano les habló y les dijo:
—Maravilloso pueblo de Uvilandia: tal como lo imaginé,
todos los habitantes del reino han estado hoy en el palacio.
Quiero compartir con ustedes la alegría de la corona,
por confirmar que la lealtad del pueblo con su rey, es igual que la lealtad del
rey con su pueblo. Y no se me ocurre mejor homenaje que brindar por ustedes con
la primera copa de este vino, que será sin dudas un néctar de dioses, la suma
de las mejores uvas del mundo, elaboradas por las mejores manos del mundo y
regadas con el mayor bien del reino, el amor del pueblo.
Todos lloraban y vitoreaban al rey.
Uno de los sirvientes acercó la copa al rey y éste la
levantó para brindar por el pueblo que aplaudía eufórico... pero la sorpresa
detuvo su mano en el aire, el rey notó al levantar el vaso que el líquido era
transparente e incoloro; lentamente lo acercó a su nariz, entrenada para oler
los mejores vinos, y confirmó que no tenía olor ninguno.
Catador como era, llevó la copa a su boca casi automáticamente y bebió un
sorbo.
¡El vino no tenía gusto a vino, ni a ninguna otra cosa...!
El rey mandó a buscar una segunda copa del vino del
tonel, y luego otra y por último a tomar una muestra desde el borde superior.
Pero no hubo caso, todo era igual: inodoro, incoloro e insípido.
Fueron llamados con urgencia los alquimistas del reino
para analizar la composición del vino. La conclusión fue unánime: el tonel
estaba lleno de AGUA, purísima agua y cien por cien agua.
Enseguida el monarca mandó reunir a todos los sabios y
magos del reino, para que buscaran con urgencia una explicación para este
misterio. ¿Qué conjuro, reacción química o hechizo había sucedido para que esa
mezcla de vinos se transformara en agua...?
El más anciano de sus ministros de gobierno se acercó y le dijo al oído:
—¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia? Nada de eso, muchacho, nada de eso.
Vuestros súbditos son humanos, majestad, eso es todo.
—No entiendo –dijo el rey.
—Tomemos por caso a Juan. Juan tiene un enorme viñedo
que abarca desde el monte hasta el río. Las uvas que cosecha son de las mejores
cepas del reino y su vino es el primero en venderse y al mejor precio..Esta
mañana, cuando se preparaba con su familia para bajar al pueblo, una idea le
pasó por la cabeza... ¿Y si yo pusiera agua en lugar de vino, quién podría
notar la diferencia...?
Una sola jarra de agua en 15.000 litros de
vino... nadie notaría la diferencia... ¡Nadie!
...Y nadie lo hubiera notado, salvo por un detalle, muchacho, salvo por un
detalle:
¡TODOS PENSARON LO MISMO!
Jorge Bucay
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